Como parte de los festejos por el 196° aniversario de la fundación de Bahía Blanca, fuimos invitados a participar del acto oficial llevado a cabo en el Teatro Municipal. He aquí el texto escrito por Ana Miravalles.
La fundación
Ana Miravalles
Como una isla en el confín
entre el océano y (lo que en aquellos tiempos se consideraba) el desierto:
así surgió Bahía Blanca.
Todos tenemos presente una fecha, el 11 de abril de 1828; una imagen, el
perfil del fuerte con forma de estrella; unos nombres, Huecufú Mapu, la “tierra del diablo”, la Fortaleza
Protectora Argentina; y el nombre (e incluso un retrato) del fundador, Ramón
Estomba.
A veces se habla de la fundación de la ciudad como hubiera sido la
iniciativa y la proeza de un único (gran) hombre, como si ese origen (haber
sido un fuerte militar, un puerto con una posición privilegiada), fuera la
causa de su carácter y hubiera prefijado para ella un “destino”, dependiendo de
quién lo cuente, un destino de progreso indefinido, o de frustración de algunos
de sus sueños de grandeza.
Sin embargo, tal vez convenga recordar que el jefe de la expedición
fundadora, encargada y financiada por el gobierno nacional, precisamente el
coronel Estomba fue, casi el último en llegar. 15 días antes, el 21 de marzo, había
llegado, por tierra, el ingeniero - agrimensor Narciso Parchappe (cuyo diario forma
parte del Viaje a América del Sud de Alcide D’Orbigny), junto a veinticinco
coraceros a cargo el teniente Morel, el cacique Venancio con treinta indios,
diez mujeres, un baqueano, otros seis hombres, y dos habitantes de Patagones
con tres criados (79 personas mínimo). Parchappe, por tierra; y por mar, el
marino y comerciante inglés Enrique (Henry) Jones (contratado también él por
gobierno), con un capitán y seis marineros franceses, a bordo de la sumaca
“Luisa”, la nave, un velero, cargada con todos los materiales para la construcción
del futuro poblado: 366 palmas, 253 tacuaras, 25 puertas, 8 ventanas, 3
cañones, 2 hojas de portón, 1 guarda pólvora, 105 tablas, 21 tirantes, 4 palos
de marco de portón, 25 llaves de puertas, 220 bolas de cañón, y varias cosas
más.
En cuanto llega, Parchappe instala su campamento a orillas del Napostá
(¿habrá oído cantar a las ranas?), y durante esos días a fines de marzo recorre
a caballo, con varios de sus hombres todo el terreno circundante: llano, firme,
y apto para la agricultura, cuenta en su diario, y “encantado” (enchanté,
escribe él en francés), decide que ese va a ser el lugar para el fuerte y el
poblado. En la bahía, a orillas del mar, en la desembocadura del Napostá, instalan
“balizas”, unos estacones para señalar el camino hacia la costa, y unas
explanadas de madera apiladas, sobre el fondo de barro y limo para poder
desembarcar los materiales cargados en el velero.
Recién el 9 de abril, llega Estomba con la primera división de carretas y
la caballería. Ese mismo día, en su tienda de campaña, se firma el acta de
“fundación”: los firmantes aceptan el lugar propuesto por Parchappe y más aún,
pronostican que gracias a su “buen puerto, un río de excelente agua, y la mejor
tierra vegetal, pastos abundantes, combustibles por muchos siglos, está llamado
para ser algún día uno de los establecimientos de más interés para la Provincia
de Buenos Aires”.
El 11 de abril llega el resto de la expedición e instalan el campamento
general. Fue ese mismo día que hincaron a fondo la pala en la tierra, y dieron
comienzo a los trabajos de construcción, no solamente del fuerte (entre
Estomba-Chiclana, O’Higgins, Brown-Vieytes y Moreno) sino también del poblado diseñado
por Parchappe: 9 manzanas, entre las actuales calles Moreno, Vieytes, Castelli
y Roca. Alrededor del fuerte, las viviendas de los oficiales y los expedicionarios,
y el campamento de los prisioneros portugueses. Sobre la actual calle Moreno
(frente al paredón de 4 metros de la fortaleza), una fila de ranchos para las
mujeres de los soldados, y sobre calle Vieytes, las primeras pulperías.
Una versión de la imagen con la que habitualmente se ilustraban las
glosas referidas a la fundación de Bahía Blanca fue plasmada por el pintor
italiano Augusto Ferrari. En 1928, para el centenario, la municipalidad le
encargó que pinte un “panorama”: una tela de
11 m de altura y 65 m de largo, montado sobre una
estructura circular de madera de 20 m de diámetro.
Estuvo dos años expuesto al público, en la esquina de Colón y Vicente
López, y luego en el Parque Independencia, por más de treinta años hasta fines
de la década del 60, cuando fue retirado para su restauración, pero se perdió
para siempre.
¿Qué se veía en ese panorama? De un lado, la
Fortaleza, carpas, carretas, ranchos, un mangrullo, soldados y frente al fortín,
arrodillados ante una imagen de la Virgen de la Merced, una mujer y un indígena
rezando. Había también una escena que representaba “malón” repelido por Estomba
enarbolando su espada en la batalla; y heridos y fuego en el horizonte. Del
otro lado, niños jugando en el arroyo Napostá, caballos, vacas, y la calle que
conduce al puerto, es decir, escenas que graficaban el triunfo de la
“civilización” sobre la “barbarie”.
Pero ya sabemos que el retrato de Estomba es falso; que las instalaciones
del fuerte eran precarias e inadecuadas, que las que cumplieron la función
defensiva del fuerte fueron en realidad las casas de azotea (particulares) en
el campo, a orillas del Napostá; y que esa “civilización” triunfante se ha
vuelto, a la vez, un testimonio de la barbarie.
Tal vez algunos de ustedes recuerden del poema
de Borges, “La fundación mítica de Buenos Aires” estos versos:
Los hombres
compartieron un pasado ilusorio.
Sólo les
faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A aquel mito fundacional le faltó, justamente la vereda de enfrente: le faltó historia, tanto de las relaciones de comercio, intercambio y convivencia entre los aborígenes y los “recién llegados” como de los devastadores efectos de la avanzada militar en la vida y la cultura de esos pueblos; le faltó el relato de los prosaicos topógrafos que, a paso de tortuga, arrastrando una cadena en la llanura pelada (como decía Carlos Pellegrini, el ingeniero en 1859), se dedicaron a medir, dividir, y delimitar con mojones las tierras asignadas a sus “nuevos” propietarios: estancias, chacras, quintas, solares, para el cultivo de trigo y hortalizas, la instalación de molinos de harina, y la plantación de arboledas y viñedos (con el que se hacía el famoso vino chocolí).
Aquel mito parece haber determinado un “destino” y una “identidad” para Bahía
Blanca, pero quién sabe si ese
determinismo (ser una ciudad militar, una ciudad cerrada, a la defensiva, o,
por el contrario, una ciudad que “a infinita grandeza se orienta”) no es también
un mito. Y frente al mito, la historia, con sus circunstancias singulares, con
sus entramados de intereses económicos y políticos siempre en pugna. Pero la
historia permite comprender que existen también la voluntad, la iniciativa, y
sobre todo la posibilidad de concebir otros futuros posibles y de tomar las
decisiones necesarias para hacerlos realidad.
Decíamos antes que Parchappe, según cuenta en su propio diario, varios
días antes del 11 de abril, cuando se aboca a reconocer el terreno, sube a la
loma (a la altura del cementerio o del shopping, tal vez), mira, y concibe en
su imaginación esta ciudad. Desde esa altura contempla el océano, y la llanura
cubierta de plantas y arbustos marinos, y la amplia meseta, rodeada por el
Napostá (el terreno elegido); y ve la bahía en toda su amplitud, con sus
inmensos espacios desnudos, blanquecinos, con sus florescencias salinas que
brillan al sol, y las velas blancas de la embarcación que espera.
Él contempla el océano, desde la loma. ¿Y nosotros? Nosotros, que hacemos
la historia, pero tal vez no quedemos registrados en ella, pongámonos por un
momento, con la imaginación, en una de las posibles veredas de enfrente, miremos
a través los ojos de aquellos desconocidos que llegaron a esta bahía por mar.
¿Nosotros?
Tal vez lleguemos
a esa ciudad que no es todavía
con sus zanjones, sus ranchos,
sus pozos de agua salobre, tal vez,
con la marea baja los alcancemos,
los estacones, hincados a fondo
en el barro
en la embocadura del río.
Tal vez, porque el peligro
no son ni el oleaje en el mar ni las tormentas
ni el viento furioso sino perderse
para siempre entre los riachos
y acabar hundidos en la arena
finísima del cangrejal.
Tal vez lleguemos y nos encontremos
en aquel barrial donde, por ahora,
solamente las ranas
cantan.
…
Ahí va a caballo el científico ingeniero Pellegrini
a visitar junto al arroyo
lo que queda de aquel primer molino:
la rueda, el engranaje de madera,
las toscas del dique por el campo,
las zanjas llenas de tierra.
Pero antes de llegar
se desnuda y se da un baño
a la sombra de su bosque.
…
Un bosque le dicen, una selva,
todo lo selváticos que, desde ya,
pueden llegar a volverse en estos pagos,
a la vera de un escueto laberinto de acequias,
acacias, álamos y sauces
y también perales, guindos y durazneros
membrillos, higueras, y manzanos,
y un poco más allá las vides
para ese vino burbujeante, bueno,
todo lo burbujeante que, desde ya
puede llegar a resultar el mosto fermentado
de la uva moscatel de mesa,
asentado unos días en un tonel, colado,
embotellado y comprado
a veinte pesos
en la quinta del cura.
Todo lo demás,
la plaza cubierta de huesos y cenizas
el barro reseco de los charcos y de los frentes de adobe,
el cuero de los toldos,
las calles batidas por el trote monótono de la patrulla,
la tierna carne de las yeguas recién faenadas
pudriéndose al sol entre las moscas,
todo eso, pelado
como la palma de una mano,
y en silencio.
…
Pero no:
ese vino chacolí es intomable,
el trigo casi no prospera,
menos que menos el que fabrica harina:
muy cara, muy rústica, mejor
dejar las quintas más alejadas del centro
como potreros para la hacienda,
o para nada.
…
Todos quieren tierra
pero ahora
que cada vez van siendo más,
tierra, así, suplicada y de regalo
para todos
ya no hay.
…
Ahí va Pedro Pico, al sol,
solo y pensativo la tierra desierta,
con sus cordeles,
con su teodolito y su brújula,
midiendo
los señores propietarios
de las quintas y chacras linderas
ni fueron
te la regalo
en pleno enero
colocando mojones por ahí.
---
Mil
por cada mojón de Pico
y después cien, y después mil más,
y después mil más por cada uno de los que se perdieron
entre los socavones, las cuevas de las vizcachas
y por los que se deshicieron carcomidos
por el salitre y el barro y el agua de la marea
y por todos los que podrían haber sido clavados
en el desierto, más allá,
pero no.
…
Estamos perdidos
en este barrio extraño.
Es que las calles ya tienen nombre
pero ni siquiera están abiertas todavía.
Los que sí están muy atentos son los dueños
de los lotes que están
a punto de rematar
con banderas, bombas de estruendo
sombreros de copa
y tazas de té o copitas de licor.
…
Y de pronto la lluvia, un aguacero:
el río colmado, avanza, arrasa, embate
haciendo estallar el afirmado
y el puente que vuela por los aires
como salva de cañón en fiesta
patria,
el barro de la pampa embadurnando
el parque, el bulevar, el teatro y la avenida,
la brújula, los planos, nuestros pasos
en esta ciudad que no es todavía.
Estremecidas las ranas se callaron
por un segundo solamente, ocultas
entre las flores de trébol y los
yuyos,
conmovidas, las luces y las sombras
a través de las ramas de los sauces.
Estos textos están basados en las siguientes fuentes (ordenadas cronológicamente)
PARCHAPPE, Narciso, "Capítulo XVI: Viaje a Bahía Blanca", 1828. La crónica de Parchappe, escrita durante la campaña con Estomba, fue incorporada por Alcide D'ORBIGNY, a su monumental obra Viaje a la America Meridional, tomo 1, publicada en 1834, tal como él mismo aclara en ese mismo libro tres capítulos antes. PELLEGRINI, Carlos, "Informe de la comisión exploradora de Bahía Blanca 1859", en Revista del Plata, noviembre de 1860 - abril de 1861. [Transcripción. El original y los archivos digitalizados en pdf están en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno]REAL DE AZUA, Ezequiel, CARONTI, Felipe, LASPIUR, Sixto, El partido de Bahía Blanca. Informe a la Comisión de la Exposición Nacional de Córdoba, Bs. As., 1869. [Transcripción. El original se encuentra en la Biblioteca Rivadavia]
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